Comentario
Las religiones manifiestan tan profundas diferencias y sorprendentes analogías, que parece difícil clasificarlas de forma sencilla salvo, quizás, en el tema de las imágenes; esta diferenciación encierra más profundidad que la relación con las artes visuales, ya sea cordial, polémica o negativa. Las religiones de culto más visual, entre las que el Catolicismo andaluz puede ser el paradigma, son caldo de cultivo y clientes para todas las ramas del Arte que tienen la representación de figuras humanas como principal vehículo expresivo; en ellas se da, y no es casualidad, una tendencia al politeísmo atenuado y el culto colectivo, teatral y colorista. Por contra, las más cercanas al culto monoteísta radical, como puedan ser las confesiones derivadas de la Reforma, se inclinarán al culto personal, interiorizado, abstracto en una palabra, en el que la imaginería no es trascendente, y así sólo la Música y la Arquitectura son panreligiosas.
El Islam se ha decantado por el culto abstracto, sin imágenes; esto es así hoy y desde hace siglos, pero la investigación revela que, desde los primeros tiempos y durante largo periodo, ha mantenido una relación ambigua y tensa con las imágenes: cuando surgió, el Mediterráneo cristiano era un crisol repleto de imágenes heredadas del fértil Egipto, siempre capaz de representar cualquier idea de forma antropomórfica, y también de la plástica y el grafismo populares de los herederos del Imperio romano. Más a Oriente existía un complejo de cultos que, sobre antiguas bases mesopotámicas e iranias, influidas por el Helenismo, usaban motivos religiosos figurados, aunque más parcos y con tendencia a la abstracción, ya que estaban elaborados desde épocas más antiguas. Finalmente, mezclados con todos, pero bien diferenciados, los judíos evitaban las imágenes, pero no siempre fue así, como demuestra la sinagoga de Doura-Europos.
Mahoma desarrolló, conoció y respetó las imágenes religiosas, y por ello en el Corán no hay referencias contra ellas, pero sí contra los ídolos, prohibiéndolos inequívocamente, y a los que también se refiere la única disposición iconoclasta de los primeros tiempos: la orden del omeya Yazid al gobernador de Egipto en el año 723. Desde las primeras monedas y los primeros palacios, así como desde las primeras mezquitas, poseemos representaciones figuradas en el Islam, aunque sean de símbolos, vegetación, joyas, edificios y elementos topográficos. Pero en los palacios omeyas no faltaron nunca representaciones similares, por no decir idénticas, a las del repertorio civil del cristianismo oriental: escenas de caza, victorias militares, conceptos olímpicos, mujeres desnudas, músicos, bailarinas, etc.
La iconofobia se fraguó en época abbasí, cuando se formó una escuela teológica denominada Mutazila, tendencia que, con el arma del razonamiento filosófico cristiano (es decir, de raíz griega clásica y con Aristóteles como bandera) pretendió purificar el Corán de cualquier interpretación simplista, esto es, popular y antropomórfica. Esta escuela comenzó a tomar cuerpo en el primer tercio del siglo IX y pronto dio en proscribir uno de los recursos del gusto popular, como son las imágenes, religiosas o no. Finalmente, el descontento popular hizo que su rigor se volviese contra ellos, bajo la forma de nacionalismo árabe, con lo que cualquier elemento de la cultura que pudiera ser tomado como cristiano fue perseguido, y así en lo de la iconofobia fue en lo poco en que el mutazilismo y la tradición sunní coincidieron, ya que a toda imagen se la podía tildar de cristiana o, peor aún, de pagana. Esto explica que el mismo califa abbasí mandara borrar las imágenes de sus palacios en el 870, al que sucedió un auténtico desierto iconográfico hasta el siglo XIII. La prohibición alcanzaría ya para siempre al interior de las mezquitas y al propio Corán, que no se ilustró.
Para apoyar estas teorías los musulmanes no retocaron el texto del Corán, sino que se limitaron a inventar tradiciones, ahadit, en las que se insistió en la idea de que quien crea imágenes incurre en la soberbia sacrílega de parangonarse con el Creador, así "el día del Juicio a los que Allah castigará con más severidad será a los pintores que imitaron a su creador", con lo que más les valía evitar las representaciones de personas. En el fondo lo que se prohibió fue el entendimiento del Arte en el sentido griego de mimesis, es decir, imitación; no obstante, los teólogos musulmanes elaboraron una casuística compleja sobre la licitud de la representación de seres vivos.
En este contexto se dio una extraña paradoja, ya que allí donde el sustrato figurativo fue más importante, por ser algo vivo y creativo, como en general ocurrió en Oriente, la reacción iconoclasta fue más decidida, mientras en Occidente, depauperado culturalmente por las invasiones de los bárbaros, hubo una cierta tolerancia para la imagen; la paradoja se acentúa si recordamos que, en el Occidente mediterráneo, especialmente en Hispania, no existió una elaboración autónoma de temas cristianos, sino que se copió como se pudo lo que llegó de Oriente.
Las primeras producciones artísticas en Ifriqiya a mediados del siglo IX son sólo arquitectónicas y de tal austeridad que en ellas la decoración es muy parca y a veces de acarreo, reduciéndose a la interpretación de motivos vegetales y geométricos tardorromanos según la tradición local o bizantina. Algo parecido podemos contemplar en Al-Andalus, donde la ruina artística de los últimos tiempos visigodos no permitió aprovechar temas locales, como había ocurrido en Siria. Pasados los primeros momentos y acometidas a lo largo del siglo IX obras de mayor fuste y medios, la tónica siguió siendo la misma; no obstante, debemos advertir que entre lo que nos ha llegado de época emiral se encuentran escasas piezas muebles, telas u otros soportes típicos de temas figurativos; al azar del muestreo arqueológico se superpone la seguridad de que Al-Andalus permaneció siempre dentro de uno de los ritos más austeros de la ortodoxia sunní el malikí, llevándolo a los extremos de la más rutinaria observancia formal.
El vacío de información es evidente si observamos lo que sucedió en los reinos cristianos coetáneos, tan dependientes de Al-Andalus en múltiples aspectos. Así, cuando encontramos en Santullano (Asturias) una iglesia completamente cubierta de frescos, datada hacia el 835, en los que sólo hallamos representaciones de edificios, en la misma línea de lo que, a comienzos del siglo VIII había sido la decoración musivaria de la Aljama de Damasco, tenemos que preguntarnos si en algunas zonas poco romanizadas de Hispania sobrevivieron intactas tradiciones artísticas de la Antigüedad tardía o es que a la lejana Asturias, tal vez por intermedio del Islam, llegaron artistas sirios, relacionados con los cristianos que habían trabajado para los omeyas. Un poco más tarde, a fines del IX y en la primera mitad del X, las iglesias asturianas y mozárabes estaban pintadas y por lo poco que queda de sus frescos, podemos atisbar representaciones simbólicas y de animales que parecen tomados de telas orientales, como ya había sucedido bajo el dominio visigodo.
Con esto ya no sorprende tanto la floración de temas figurados en la Córdoba de la segunda mitad del siglo X, cuando pájaros, leones, gacelas, peces, tortugas y otros animales, y también músicos, caballeros, personajes entronizados, cazadores, etc., adornaron mármoles de fuentes, telas y objetos mobiliarios salidos de los propios talleres califales, cuyo destino lúdico o santuario nada tenía que ver en principio con la religión, si es que tal distinción tiene valor en el Islam. Tampoco nos extraña el hallazgo de sarcófagos antiguos de mármol, cubiertos de figuras humanas, que se colocaron en palacios califales con el carácter de trofeos o de piezas decorativas. Ante estos datos cabe pensar que, al igual que la Siria omeya, los musulmanes andaluces, y por extensión la mayoría de los occidentales, no tuvieron empacho en admitir la representación de la figura humana, siempre que el contexto no fuera directamente religioso.
En etapas sucesivas, especialmente bajo el dominio de los africanos, fue proscrita la decoración que incluyera seres animados, pero también sabemos que, en cuanto aflojó el rigor, volvió a salir a flote y así nos han llegado testimonios fotográficos de la Giralda, el alminar-emblema de los almohades, en los que aparecen numerosas zonas de sus fachadas cubiertas por yeserías con representaciones de aves, desgraciadamente eliminadas en el siglo XIX por un erudito, Gestoso, que fue más rigorista que los almohades. La tradición, pese a las ocasionales y efímeras etapas de prohibiciones, siguió tan viva que durante la segunda mitad del siglo XIV en la Alhambra, no hubo problema en que un artista cristiano representase sobre cordobán a los dinastas nasríes, unas escenas caballerescas y otras de carácter cortesano.
En Oriente, el eclipse de la figura humana se prolongó durante todo el siglo X; sin embargo, no duró mucho, pues a comienzos del siglo XI de forma tímida, aparecen las primeras figuras, precisamente en la ilustración de libros. Se trata de las figuras humanas, de rasgos chinos o mongoles muy exclusivos, que representan constelaciones en un manuscrito de 1009 hecho en Iraq. Otras de las representaciones más tempranas son las pinturas al fresco del palacio de la ciudad de Gazna y también en el Salón del Trono del palacio de Lasjari Bazar, muy cercano a aquella ciudad, fechados ambos a comienzos del XI. A partir de estos momentos Oriente recuperará, en temas de índole civil, palatina casi siempre, científica o histórica, la figura humana y las escenas, pero tal cosa no se verá generalizada más que a partir del siglo XIII y casi siempre en soportes muebles.
De cualquier forma, en cuanto el ambiente religioso era de cierto rigor, se adoptaba una actitud vergonzante, como la de los monarcas turcos que, aun siendo de un notable fervor religioso, no dudaron en encargar retratos personales a artistas europeos que se realizaron en el secreto más riguroso; así vemos en 1479 como Gentile Bellini acudió a Estambul con ese encargo, pero guardando el mayor sigilo y aún siguió esta prohibición durante siglos, ya que en 1839, cuando se colocaron los primeros retratos del sultán en edificios oficiales, hubo revueltas populares por causa del sacrilegio.
La tendencia anicónica del arte musulmán, con todos los matices que hemos señalado, forzó al artista en particular y al artesano en general, a volcar su creatividad en otro de los atributos visuales, el color, pero incluso en el campo cromático hubo una importante limitación, ya que la tradición vedaba las "imágenes pintadas de sombras" y con ello se eliminaron las posibilidades del claroscuro. En los primeros tiempos las imágenes gráficas y plásticas en nada se diferenciaron, por lo que respecta al cromatismo, de sus precedentes inmediatos, pues los frescos omeyas mantuvieron la limitada paleta de la pintura tardoantigua, aceptando al parecer los diversos valores simbólicos que los colores llevaban incorporados. El modelado se fundó en la línea de contorno, a la que se incorporaron matices del color básico para procurar alguna corporeidad que ayudase a dar crédito visual a las tres dimensiones; ello es particularmente claro en el tratamiento de tejidos de las figuras de Qusayr Amra pero sobre todo con la señora desnuda con niño de su caldariun. En estas mismas pinturas se advierte la renuncia a introducir sombras propias o arrojadas, ni siquiera usando las convenciones gráficas del mundo romano.
En el mismo conjunto de pinturas se aprecia el esfuerzo para dominar la profundidad a base de representar diversos elementos rectangulares al modo de la vieja perspectiva caballera, con escasa presencia de las superposiciones y muy poca fortuna en la ubicación de las estructuras arquitectónicas representadas, que resultan, a la postre, más próximas a los espacios imposibles de ciertas miniaturas medievales europeas que a la tradición clásica que prosiguen. En los mosaicos los problemas y soluciones son similares, aunque sesgados por las virtudes y limitaciones del soporte. Destaca la raíz bizantina del cromatismo de las composiciones, con un notable predominio de verdes y azules, y, sobre todo, de los fondos dorados, que, además de la magnificencia buscada, procuraban sensación de irrealidad, al desvincular las figuras de las superficies decoradas.
En la primera época las figuras pintadas constituyen los protagonistas de unas composiciones bastante parcas de objetos significativos, de tal manera que, según los cánones tardorromanos, la lógica argumental se impone y sólo la torpeza compositiva hace que el campo disponible esté más o menos colmatado; sin embargo, en el arte musivario, la ausencia de escenas y en general de representaciones humanas, junto con los valores cromáticos y luminosos propios de las teselas, propiciaron un reparto de las figuras por todo el campo disponible, especialmente cuando, como sucede en la Qubbat al-Sajra, se representan vegetales en forma de roleos, figuras geométricas o diversas abstracciones decorativas. En los manuscritos este horror al vacío se manifestó con toda su potencia, pues los fondos se convierten, prácticamente, en un simple relleno de las escasas e inorgánicas fisuras que dejan libre los personajes, la vegetación, la topografía en general y las rocas en concreto, los astros y la arquitectura, y ello sin olvidar la ubicua presencia de letreros, que lo invaden todo.
El horror vacui no se limitará, según veremos, a los manuscritos u otros soportes tradicionales, sino que será una de las características tradicionales de la decoración de objetos, arquitectura, muebles, e incluso la ciudad propiamente dicha, considerada como grafismo, tiene la misma característica, ya que el caserío llega a colmatar el espacio intramuros de manera obsesiva, hasta reducir las vías públicas a una laberíntica sucesión de grietas entre edificios. No obstante, habrá aspectos y épocas del Arte musulmán en los que estratégicamente próximas, en las que el vacío más completo, de coloración única, a veces el blanco más descamado, contrastan en armonía.